miércoles, febrero 10

El Julio

Agotado quedó el Julio. Jamás pensó que lo joderían de ese modo. Pero... ¡será posible, che! si se pasó más días en la calle que en la escuela... cómo pudo ser...


Julio tiene 36 y una espalda para dos reses. Siempre abre unos minutos después que comienza su programa de a.m. favorito. Un locutor rabioso comienza a gritarle todas las noticias amarillistas que se le ocurren. Pero el no le da pelota, sólo le gusta sentirse acompañado cuando levanta las persianas, cuando abre la heladera, cuando ese olor a carne cruda le da la bienvenida. Esa mañana nadie gritaba de ningún transmisor. El programa no había empezado todavía. Pasó que el Julio estaba desvelado en ese 5to piso cucarachiento y se le dio por abrir media hora antes.


Al menos un mate le comparte, a diario, su vecino el verdulero. No se desprende del verde mientras pinta los precios en la pizarra con una precisión renacentista. Hasta media mañana se la pasa con el pincel, chamullando, entre mates, con el Julio y su radio. No se salva nadie. Entre los dos hacen una enciclopedia de los chimentos. Sabían los puteríos de tres cuadras a la redonda. El que siempre ligaba, apenas abría el negocio, era el chanta de enfrente. Vendía calefones, y se sentía con mucha más importancia de la que en suerte le toca. Por esa razón habría una hora después que el Julio y el verdulero. Mientras su empleada barría la vereda, a estos los relojeaba, parado en el primer escalón, con los brazos en jarra.

-Que te juego, si le lanzo desde acá el cuchillo para cortar zapallos le dejo el marote calado

-Dejá, no te envenenés solo... ¡si no vale un cuarto de cuadril podrido! Además ¡debe ser más gorriado que el gringo Chuti!

A paso largo se cruzaba el vendedor de calefones y pasando a metros de los muchachos, murmuró algo sobre la vagancia y la condición del país, a lo que el verdulero, dejando la palabra cebolla por la mitad, se le fue por la espalda, y lo sacudió con un tremendo sopapo de nuca. Se fueron a las manos con puteadas fuleras, y cuando el Julio le puso una mano a cada uno... al otro ya le colgaba la camisa desgarrada y al verdulero le sangraba un poco el labio.

Pero de esa escena violenta por suerte no se pasó a mayores, y en estos días no hay señal de que quisieran encontrarse de vuelta.


Hoy el Julio abría las persianas que chirriaban más de la cuenta en ese barrio donde ni el sol había llegado. Con rapidez disimulada se fue a prender las luces, porque el Julio era muy grandote pero siempre le tuvo algo de miedo a la oscuridad, sobre todo desde la vez de las escondidas.

Primo menor de una tribu de ocho más como él. Una noche, boludeando en el establo de la casa del Renzo, en Río IV, a uno se le ocurrió una escondida. Escondiendo primero el miedo a esa noche (que de llovizna pasó a relámpago estruendoso), todos aceptaron. Antes de que el Renzo llegara a los cien, el Julio - que a los 6 no era tan grandote- se escabulló en el segundo estante de un gran armario viejo. Mala suerte tuvo de ser visto por los mellizos. A esa edad se pasa de maldad en maldad con mucha rapidez; rapidez como la que habían tardado en complotarse para encerrarlo con candado y salir corriendo. A los ruidos sospechosos y carcajadas burlonas, respondió el Julio con un empujón al pedo; porque la puerta rebotaba contra el candado sin abrirse. Desesperado gastaba patadas y puñetes contra el armario. Tanto escándalo hizo que el armario se desfondó, y Julito vino a dar a un desparramo de herramientas, la cual más grande, justifica esa terrible cicatriz que le sube violenta desde el estómago al lateral derecho.


Bien le vendrían unos mates del verdulero mientras limpia el mostrador. En verano, “el matadero” (como le decían en el barrio), junta más olor que de costumbre, y por eso es prudente tener todo bien trapeadito.

Después que con mucho laburo desengrasó los cuchillos, se agachó contra el trapo de piso, y tuvo que ahí quedarse porque un caño más frío que el trapo, amenazaba con volarle la cabeza.

- Te parás bien despacito, loco. Ponés los brazos en la nuca y me decís dónde está la guita. ¡Los brazos en la nuca! ¡dale! No me jodas que me pongo nervioso, ¡dale! ¡aflojá donde guardás la guita! ¿te hace falta un tiro para acordarte, gil!? ¿Qué te hacés el boludo? ¡mirame, mi-ra-me!...

-shh, pará, cliente.

Afuera, con más trabajo que el choro para domar al Julio, una vieja de incontables años, subía con mucha concentración los tres escalones ayudándose con las cuatro patas de su bastón. Cuando llegó a la mitad del negocio, recién pudo mirar para adelante, escondida en un centímetro de lente.

La tensión del maleante en su primer asalto, lo obligó a esconder el chumbo en la cintura del Julio y simular ser un socio en lo que duraba la transacción de la señora.

Tanta sutileza no era el estilo del Julio que, en lo que tardó la señora en pedir osobuco, le envolvía con su mano el chumbo y algunos dedos del maleante que se enrojecían por tanta presión. Un grito agudo sonó junto con dos dedos quebrados; grito que un puño seco del Julio ahogó en un desmayo de nariz quebrada. El maldito no se quedó sin maldad, por lo que al caer al suelo, la casualidad martilló el chumbo y una bala le zumbó por el estómago a la vieja.



Perra desgracia.


Tres meses pasaron, y al policía no tenía ni rastros de la vieja desaparecida. Todas las sospechas caen sobre la agencia de calefacción, en cuyo patio se había encontrado el bastón (brutalmente destrozado). Algunas, por supuesto, caen también sobre la verdulería y la carnicería que - una vecina atestiguó- “frecuentaba la señora”.

Tres meses. Los mejores tres meses, no sólo por un leve aumento en las ganancias de la carnicería, los amargachos con el verdulero ciertamente se disfrutaban más teniendo al de los calefones tras las rejas para averiguaciones.