miércoles, diciembre 16

del otro lado

Volando dos dragones, de frente. Yo soy uno, pero de otros colores (igualmente brillantes), damos vueltas tirabuzón, a ojos cerrados. Nos unimos en un encontronazo desaforado, nos comemos mutuamente, y ahí es inevitable el vértigo.
Descendiendo por su tráquea que son kilómetros de tobogán. Abajo, un océano de almohadones. A poco tiempo de zambullirme, me succiona un remolino acolchonado en lo profundo me recupero un instante del mareo, sólo para descubrirme en la cima de un tornado-almohada que arrasa con una fábrica de caramelos.
piérdome, empáchome, emborráchome.
Duermo
y despierto. Sobre una nube despierto, una nube que alterna colores brillantes (como si estuviera riendo), y es inevitable pararse, y de espaldas (a brazos abiertos) dejarse caer sobre lo simpático, lo acolchonado
La nube se desfonda, y caigo.
Caigo durante un tiempo que no sé si son segundos-hoja-otoño
(si son kilómetros). Y disfruto. Cada nube que atravieso sublima el tacto. La superficie pareciera también caer conmigo, retardar la caída, volar conmigo. Un suave susurro de aleteos me alcanza desde arriba, y es una bandada, mil veces mil besos. Me esconden en un remolino sincronizado y me regalan un aterrizaje peso pluma.
Pasto parece. Pero es un enorme camalote con un sol celeste en el medio que me contiene, y flotamos en una laguna demasiado verde. Gira lento, naufraga. Me extraña la inclinación del cauce y, de cabeza
descubro que navego sobre uno de los colores del arco iris. Me salpican un poco el salto de unos delfines violetas y adentro estoy ahora, de la nube que tormenta caramelos, y entonces colores mezclados, alterados, alternados, brillantes, movedizos… y de a poco, recupero el parpadeo.

Los ojos abro, la veo. Me sonríe. Más caricias. Volvemos ¿volvemos? (a mirarnos digo), volvemos (a besarnos), otra vez, (despacio, a besarnos), nos reconocemos, nos recuperamos, y seguimos de este (y del otro lado) abrazados, caminando.