lunes, marzo 16

Cita ciega

Apenas quedó solo comenzó el reencuentro con cada momento excitante que había vivido, y le fue inevitable reír (de puro satisfecho) por reconocer que al fin tenía algo que contar delante de sus tíos, de sus amigos, sin que se burlen.

Pobre Horacio, nadie lograba comprender que sólo se estaba tomando su tiempo para hacer lo que se llama “cosas de jóvenes”. Tía Mónica no sabe nada cuando afirma (después de tomarse unas copas), que Horacio no es del todo machito porque nunca lo vio con una chica. No es que no le gusten, es que Horacio espera la chica indicada, en el momento justo, en un mundo caótico. Pero ahora todo podría coincidir.


La película que enganchó mientras cenaba los fideos con manteca que mamá le había recalentado, cerró con un final patético. Afuera, recién apaciguaban los goterones escandalosos, y la llovizna hacía una noche de sábado angustiante por donde se le busque. La vida a esa altura le presentaba dos opciones: sepultar su soledad entre sus sábanas de Batman, o salir a dar una vuelta.
Mamá le dio unos pesos para que se trasladara en taxi, “es más seguro y evitás resfriarte”. Él recibió los pesos y los consejos de muy beuna manera, pero decidió patear hasta el centro.


Ver jóvenes por la calle siempre fue anestesia contra la soledad a la que se entregaba cada noche frente a su PC o su TV. Sabía que aparte de mamá debía tener otras amistades. Estaban los de la cancha, pero esos eran más grandes, un poco borrachos, y no eran tan amigos. Por lo cual se entregaba a largas caminatas entre cuadras de popularidad nocturna con la ambiciosa empresa de conocer a alguien.


Lo cierto es que a cada paso se alejaba de lo que ocurría a su alrededor, cada vez más cerca de su PC, su sofá, su TV. Era extraño, pero una delicada voz trataba de volverlo a la ruidosa cuadra por donde circulaba, llamándolo “Mauricio”. Con la estupidez al volver rápido del sueño, Horacio reconoce una mano femenina sobre su hombro. Al voltear lo estremece el arrebato de una bonita chica que sonriendo, le besa la mejilla y lo toma de la mano.
El rostro le parecía lejanamente conocido, y se obligó a un esfuerzo por descubrirla. Quería llamarla por su nombre, pero apenas recordaba su mirada, y temió no acertar con el sustantivo propio que habría bastado para arruinar la primera (acaso única) vez que una chica se interesaba en él. Por lo pronto desistió de tal cortesía… al fin y al cabo: la chica lo llamaba Mauricio.
-“Mauricio, esta noche soy tuya…”- Tal fue el susurro por demás seductor que le hizo al oído antes de tomarlo del brazo, y conducirlo al bar donde compartirían una cerveza.


El absurdo que vivía se volvía un poco inquietante, hasta que ella acertó con una pregunta que conectaría todos los cables sueltos. -¿Cómo está tu hermano… cómo está Franco en su nuevo trabajo?- Horacio en ese momento no hizo más que ocultar la convulsión que le produjo ver encajar el círculo en el círculo y el cuadrado en el cuadrado…

Hermanos mellizos (muy poco parecidos) Mauricio y Franco eran sus fanfarrones compañeros de colegio. Meses atrás saldrían todos a despedir el año. Franco advirtió (de puro presumido) que él estaría adentro, que les presentaría a “su chica nueva”. Tanta gente, tanto humo, tanto volumen en la música deben haber confundido las presentaciones correspondientes. Lo importante es que ahora el rostro tenía nombre: se llama Lucrecia.
Por lo demás, sabía que Mauricio aún está en el sur trabajando por la temporada veraniega y que la relación con Franco no duró más de una semana porque la chica le hacía celos, o cosa por el estilo.


Era tiempo de revisar la situación: es sábado, hay una chica seduciéndolo -por un capricho con el tal Mauricio que creyó conocer aquella noche-, y sobre la mesa hay una cerveza bien helada que lo invita a revolcarse en la maldad de cobrarse tantas burlas, tomándose ese mate ajeno... como quién dice.
Se dejó llamar Mauricio con total naturalidad y hasta inventaba hechos ficticios y familiares nuevos, que Lucrecia jamás había conocido, y él respondía con un “que mal Franco, no contarte nada del rescate aéreo, la mansión heredada, o el famoso bailarín de TAP que fue cuando niño” (Horacio peligraba por lo patético, pero la chica ni siquiera sospechó).


Casi perdieron las prendas en el taxi. El candoroso viaje los condujo a una casa tenebrosa por lo vieja, por lo escura, y fue la excusa perfecta para tomarla de la cintura y no soltarla, mientras ella abría puertas con el silencio de una perfecta criminal.

La pasión reavivó en lo que debía ser un cuarto de huéspedes. Al final de la galería, cruzando el patio interno, entre caricias encontraron la cama, se quitaron la ropa, encontraron sus cuerpos. Ella un poco inquieta, susurró que iría al baño y envolviéndose en una sábana, salió.


Apenas quedó solo comenzó el reencuentro con cada momento excitante que había vivido, y le fue inevitable reír (de puro satisfecho) por reconocer que al fin tenía algo que contar delante de sus tíos, de sus amigos, sin que se burlen.

Afuera, ella despierta a sus nueve primos mayores -y uno que otro tío entusiasmado por el revuelo silencioso-, les aconseja que busquen objetos contundentes: una llave inglesa, un caño, un palo de amasar… y casi llorando les indica que está en la piecita del fondo. Que el degenerado que la llama por teléfono para tocarse gimiendo guarangadas, está desnudo, está indefenso en la piecita del fondo.