lunes, marzo 9

A veces, niño


No vendí nada. Qué porquería haber pensado que estas lociones iban a venderse solas… Espero que se caliente la pava, y es como estar en pido gancho. Te preguntan qué hacés, y esperás a que se caliente la pava, entonces nadie sospecha que estas pensando tranquilo, y no se fastidian.

Ya van a ser las ocho, y por suerte febrero me regala todavía un poco de tarde, para amoldarme en algún banco con un libro abierto entre amargos. Al libro me lo prestó mi tío, diciéndome que tenía el secreto del buen vendedor –como si me entregara el mapa detallado para ser hoy mismo, el presidente del mundo- y ¿saben qué? Me aburre y hasta me molesta la sanatería. Pero estoy grandecito, tengo hambre y cinco mil frascos de loción símil Kevin por vender. Los amargos para mí, lo que la espinaca para Popeye, y tal vez hoy, llegue al segundo capítulo.
-¿Qué estas leyendo?
- ¡Emm...! Nada, nada… un libro de grandes.
- ¿Tiene dibujos de mounstros?
- ¿Dibujos? No, sólo en palabras.
-¿Por qué estás leyendo eso?
Pero qué niñito preguntón, che. ¿Dónde estarán sus padres? Al menos su interrupción es un buen pretexto para otro mate.
-Mirá, porque cuando uno es grande, tiene que hacer cosas de grande. Es complicado. No lo vas a entender hasta que crezcas.
Luego me aseguró que sí iba a entender e insistió en que le explicara, a lo que yo opté por ignorarlo antes de que tome más confianza. Abrí mi libro nuevamente sólo para que sepa que tiene que irse.
-Si es difícil, ¿por qué no hacés cosas que hacemos los chicos?
Qué mocoso metido, che… ¿por qué no se ira?
-Mirá allá, ¡en los columpios!- insistía el niño.
Ni atiné a abandonar las siete claves para el éxito por una distracción infantil.
- Esa chica se aburre sola. ¿No querés ser su amigo? Es grande como vos.
- Escuchame nene, si no te vas ahora mismo, llamo a la policía.
Por fin, al menos ahora me hace burlas desde lejos. Es imposible concentrarse en esta plaza, donde andan sueltos niñitos sin padres, donde mi perra torea a los falderos de las viejas, y ese constante ruido que hace el columpio cuando hay alguien hamacándose…
Cierto que parece aburrida, ahí, sola, mirando las nubes. No debe tener más de veinticinco, y al hamacarse se ve tres o cuatro veces más linda. Tal vez podría ir a charlar con ella desde el columpio de al lado. Digo… hacernos amigos, como dijo el niñito… ¡pero qué estupidez! En qué estoy pensando, debería concentrarme en este capítulo de Marketing directo, y dejarme de embromar con distracciones infantiles, qué cosa che.

La pelota multicolor del chico fue un bombazo que se estrelló en el respaldo de mi banco, por poco no me voltea el termo. Lo busqué para que aprenda un par de insultos nuevos, pero había desaparecido. Qué mirada más hermosa. Estoy invadido por un sentimiento rarísimo. Es decir, estoy seguro que voy a ir a hablar con ella. No puedo dejarla pasar. Pero cómo.
Dos personas contemporáneas, en este mundo de millones de años, que podrían conocerse sólo en los próximos diez minutos, atravesando los miserables quince o veinte pasos que los separan, no pueden ignorarse por el simple temor a ser rechazados.
No, mejor me olvido, total va a pasar como siempre. Voy a sentarme al lado, a saludarla y antes que nada va a decirme que lo siente pero está esperando a su novio, o que vino para estar sola. Entonces lo mismo que escuché toda la tarde:
“No estamos vendiendo nada, así que no nos interesan tus productos, lo siento, date una vuelta en mayo, en una de esas…” Y ninguna venta, y mis manos vacías.

Este libro me parece una porquería, y urgente tengo que encontrar la forma de acercarme. Ya siento un nudo que se me hace múltiple en el estómago. Estoy como por saltar de esas piedras de Mina Clavero que superan los veinticinco metros sobre el nivel del angosto río. Siento un sudor frío en las manos, y no puedo detener el tamborileo que mis dedos hacen en el banco. Ya intenté pararme dos o tres veces, para titubear y volver a caer sentado.
Es curioso descubrir cómo el destino se vale de un perro –con toda la idiotez de un perro- para que sea el arquitecto que diseñe un puente indestructible entre dos personas. Ahí venía mi perra, escoltada por su cola que se movía de lado a lado y un palo en la boca. Sin dudas ni demoras, aproveché la intención de la cuadrúpeda y arrojé el palo lo más cercano posible de los columpios.
¡Estúpida perra! Nunca trae el palito tan rápido… ¡y ni siquiera estoy cerca! Pero ya salté de mi banco y de ahí también estoy bastante lejos.
De este momento hasta que estuve sentado en el columpio de al lado, son recuerdos como los que se consiguen esas noches de tremenda borrachera.
No sin pedir permiso -porque los psicópatas también se acercan a las chicas lindas y solas- me senté.
Inmediatamente sentí que mis pies no tocaban el suelo, y el columpio se volvió enorme. Por un instante (no más de un segundo), entré en pánico. Pero cuando la miré, ella también era diferente (encantadoramente diferente), ahora tenía dos trenzas, y sus lentes, un marco color rosa que hacía juego con su vestido y sus moños. Nada en mi vida superaba esa especie de Nirvana que nos atrapaba. Ahora, todo es diferente: mi pelo está más corto; mis zapatos se volvieron unas Pampero con abrojo por delante; tenía puesta una jardinera; debajo, una remera a rayas naranjas, y hasta olía a colonia Paco.
El transe advertía su momentaneidad, y era preciso tomar las medidas necesarias para hacerlo perdurable: había que decir algo.
Sentados en la trayectoria de los columpios, aproveché una delantera que me dio el lento y desparejo vaivén, para preguntarle: ¿querés ser mi amiga? Y la sonrisa que me devolvió fueron como diez litros de formol para ese momento que duraría al menos tres horas.

Nos despedimos. Sabiendo que la realidad era otra, o al menos que era esa, pero debíamos volver a la fantasía de ganarse la vida y luchar por ser alguien.
Ahora voy camino a casa, y aunque mis zapatillas Pampero con abrojo por delante volvieron a ser estas duras suelas de zapato negro, aún huelo a colonia Paco, y en lugar de mi libro traigo mi pelota multicolor. Pienso que si el destino nos cruza de nuevo, la invito a tomar un helado.